martes, 3 de marzo de 2009

Villa Gesell


Mi pueblo


Cuando me vine a Villa Gesell un amigo me dijo: "Cuando se elige un lugar donde vivir, se elige también donde morir". Otro me advirtió: "Todo lugar al que uno llega es un territorio a conquistar". Al tiempo estaba escribiendo una serie de notas sobre los orígenes del pueblo y su fundador. Esas notas fueron después capítulos de un libro: El Viejo Gesell.

Para mí era más atractivo, con sus contradicciones, el fundador de este pueblo, el hombre que creó un pueblo en la nada, que la imagen de venerable anciano de barba blanca cuyo retrato adorna reparticiones, escuelas y comercios. Cómo un extranjero venía a difamar al fundador, me criticaron. Encima había incorporado a la crónica el testimonio del sepulturero, antiguo peón de Gesell. Cómo explicar que todo escritor es en cierto modo un extranjero, uno que observa con distancia.

Los lugareños de todo pueblo siempre se cuentan la historia que más les conviene. Quizá porque para seguir viviendo a veces es necesario olvidar. El pionero prefiere la epopeya del afincamiento, siempre más gloriosa, antes que los motivos de un exilio, la derrota que lo empujó a abandonar su lugar de origen. En mi caso, como tantos, no vine sólo huyendo de la ciudad. Vine huyendo de mí.

La población no pasaba los catorce mil habitantes y ya no era la villa idílica de rasgos centroeuropeos donde se rumoreaba el refugio de nazis. En la actualidad la estadística merodea los treinta mil seres. Lejos del mítico pueblito germano, el paisaje no es tampoco el verde ecologista que prometen las campañas municipales de turismo.

El crecimiento de la Villa se cifra en los desprendimientos de los centros urbanos, en las políticas salvajes de entrega, las privatizaciones y la exclusión: aquellos que juntaron una indemnización, unos ahorritos y sus pocas cosas para emprender una utopía clasemediera que terminó en un quiosco, un remis, una changa cada tanto. Hace unos años empezaron a venir otros más acomodados, que no alcanzaban a bancar el country o padecían el síndrome de Blumberg.

Estos recién venidos se instalan en el Barrio Norte o en Mar de las Pampas, no muy lejos. Ellos pueden jugar al golf, equitar y ellas hacer pilates y yoga. Las terapias alternativas sofocan tanto una crisis conyugal como la angustia de vivir lejos de un shopping. Por lo general, todos, quien más, quien menos, se asumen bastante progres, pero a los cetrinos se los mira de lejos. Un sector importante, aunque no se lo quiera ver, gana visibilidad y participación: la comunidad boliviana. Alguien tiene que hacer el trabajo que hacen los bolivianos.

La malediciencia, como en todo infierno grande, es un deporte. Desde el adulterio a los negocios raros, pasando por la violencia doméstica y el choreo, no existe el anonimato y, en la promiscuidad, todos estamos al tanto de todo, pero quién se anima a tirar la primera piedra cuando el poder lo administran media docena de familias que dominan el pueblo entero. Algún crimen entretiene el invierno largo. Pero a nadie preocupan los dos o tres suicidios de estación. Es que un suicidio cuestiona más que un asesinato: impugna.

Si no se pecara tanto las iglesias no contarían con una clientela considerable ni los templos de nuevos cultos se diseminarían en progresión. Los nuevos templos rescatan víctimas de la droga y el alcohol. Pero la represión que imponen a sus fanáticos genera un credo que se parece bastante a la adicción.

Cuando alguna vez escribí que la Villa es una cruza de pueblo del Middle West con San Justo (o Carupá, Merlo, Quilmes ) las fuerzas vivas también se ofendieron. Así como ya no quedan vestigios siquiera de la germanofilia original, tampoco queda demasiado de la izquierda y el hippismo de los 70. La especulación inmobiliaria levantó edificios indiscriminadamente y llegó a plantar torres gemelas en el bosque. Si en la Villa perdura una cierta informalidad indumentaria es más obra del empobrecimiento que de una resistencia anticonsumo.

No obstante, la Villa tiene su lado bueno. Un lado que a los caretas les disgusta: lo que tiene de barrio. Acá se respira, no obstante, una atmósfera solidaria que me recuerda al Mataderos de calles de tierra donde nací y me crié. Siempre hay un vecino dispuesto a dar una mano, a socorrer frente a un aprieto. Vale la pena subrayar este cuerpo a cuerpo que, así como permite la visión en primer plano de las miserias humanas, resalta también las virtudes.

Además, esencial, está el mar. El mar que siempre lo devuelve a uno a su auténtica pequeñez liquidando toda presunción de trascendencia. Hasta hace unos años contaba mi tiempo acá por los libros que llevaba escritos. Ahora ya no me importa esa cuenta. Si algo enseñan la soledad y las sudestadas es a domar la ansiedad y procurar, al menos, conocerse a uno mismo. Que suele ser el sujeto que se tiene más cerca. La palabra es paciencia, una clave que exige el oficio de escribir.

Quizá debo a la paciencia el convencimiento de que aún me falta para juntar todas esas historias que escribí sobre la Villa y su gente y articularlas en una novela coral. Fija que el título será "Mi pueblo".

Pero no quiero apurarme.


GUILLERMO SACCOMANNO

Nota en "Revista Ñ" el 23 de diciembre de 2006
Imagen: Don Carlos Idaho Gesell

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